Secreto a voces
Adolescentes de Pallatanga rompieron el silencio y denunciaron a un docente de inglés por abuso sexual. Hoy, él enfrenta la justicia.

Esta investigación va por Carlos, por Luis y por decenas de adolescentes que habrían sido víctimas de Juan Enrique T., un docente de Pallatanga que, aprovechando su poder, habría abusado, intimidado y manipulado a sus estudiantes indefensos, quienes tuvieron miedo de hablar y hoy, rompen el silencio.
Habría tocado a decenas de estudiantes y hoy sigue dando clases
El 3 de febrero de 2025, un breve comunicado de la Fiscalía General del Estado en su página de Facebook anunciaba que Juan Enrique T. L., exdocente de inglés de un colegio de Pallatanga, era llamado a juicio por presunto abuso sexual contra un estudiante de 14 años.
Sin mayores detalles, sin declaraciones, la publicación parecía destinada al olvido. Casi pasa desapercibida. Casi. Porque decidí publicarla en Diario La Prensa..
Pallatanga, el pequeño cantón de la provincia de Chimborazo está rodeado por montañas verdes que sin duda hacen que respires un aire puro, muy diferente a la ciudad. Pero nadie sospecha que ese aire liviano guarda secretos pesados. Lo sé bien: nací allí.
Cuando leí lo que pasaba, quedé incrédula. Pero, mientras escribía la noticia, sentada frente a un ordenador, mi memoria comenzó a conectar piezas. Mi cabeza reveló un sinnúmero de imágenes que, por mi corta edad, habían normalizado.
Porque claro, ¿quién pensaría que en un lugar, cuyo himno se jacta de ser ‘un remanso de paz’, podían ocurrir cosas que hieren, sobre todo si eres adolescente?
Pallatanga, un pequeño cantón escondido entre montañas verdes, ofrece un aire limpio, diferente al de la ciudad. Quien lo visita siente que respira paz. Cuando leí la noticia, me invadió la incredulidad. Pero mientras la redactaba, sentada frente al ordenador, mi memoria comenzó a conectar piezas.
Las letras se convertían en señales, y las señales en imágenes. Imágenes que, por mi edad en aquel entonces, había normalizado. Porque, claro, ¿quién pensaría que en un lugar cuyo himno proclama ser “un remanso de paz”, podían ocurrir cosas que hieren, sobre todo si eres adolescente?
Esa noche no pude dormir. Volví, en pensamientos, a aquella casa de madera famosa por sus fiestas interminables y tertulias animadas, organizadas por quien fue también uno de mis profesores.
En el pueblo, si eras invitado a ‘pasar notas’ podrías asegurarte un buen promedio, además de ser parte de los más ‘cools’ del colegio por consumir esas bebidas que te dejan ‘happy’. Pero había un detalle inquietante: solo eran chicos. Solo un grupo de varones, compartiendo tiempo con su docente de inglés.
En las 24 horas siguientes a la publicación realizada en Diario La Prensa, nuestro buzó se llenó. Cientos de mensajes. Cientos. Algunos en apoyo a la víctima, otros, dudas y especulaciones. Pero uno, uno llegó como un golpe seco en el pecho. Carlos decidió hablar.
Carlos rompió el silencio luego de 12 años
Carlos fue estudiante de Juan Enrique T en la asignatura de inglés cuando vivía en Pallatanga. El 4 de febrero se contactó con nosotros tras la publicación realizada en Diario La Prensa sobre este docente.
Hoy con más de 20 años, se atrevió a hablar. Su voz era baja, temblorosa. Cada pausa suya era un abismo, una confesión muda. “Lo conocí por un amigo”, empezó. “Me dijo que el licenciado ayudaba con las notas y que fuéramos a darle una mano”.
Era 2013. Carlos, entonces un joven tímido con discapacidad, solo quería sentirse incluído. Aceptó la invitación. Lo que al principio parecía un gesto académico, pronto se torció. “Cuando estaba ya medio tomado, comenzaba a topar las piernas, a tocar partes íntimas”, dijo, hizo una pausa.
“Una tarde, mientras pasaba notas, él empezó a masturbarse y luego lo hizo conmigo. Terminó haciéndole un oral. Desde ahí, no volví más”.
Carlos no habla con ira. Su tono era el de quien ha aprendido a sobrevivir al dolor. Pero lo peor aún no salía de su boca. Respiró hondo: “Tiene full imágenes. De chicos de años atrás. Desnudos, masturbándose, es pornografía infantil, esa laptop de él”.
Suplicó que se investiguen los dispositivos del acusado. Y luego, sin rodeos, dejó caer su verdad más brutal: “Intenté suicidarme. Mi mamá y un amigo lo saben, pero no el motivo real”.
La historia no terminó con él. Carlos empezó a recordar rostros, nombres, escenas.
“Conozco al menos 32 chicos. Solo de mi círculo. Iban a esa casa de madera. Salían de noche por el trago, muchos no recordaban qué pasó”.
Chicos que hoy tienen títulos, trabajos, hijos. Algunos se fueron del país. Otros nunca volvieron a hablar del tema.
Y todos, todos, callan. Callan porque aún pesa más la vergüenza que la justicia. Porque para muchos hombres no hay nada más difícil que decir en voz alta: “me tocaron”.
Y menos si el abusador era un docente con años de trayectoria, con respeto ganado, en instituciones de renombre. En un cantón donde el prestigio se hereda, pero el abuso se oculta.
Callan por miedo. A señalar. A no ser creídos. A ser burlados. A ser culpados por lo que les pasó.

¿Por qué pesa más el silencio?
Carlos tardó 12 años en hablar sobre el abuso que habría cometido, Juan Enrique T. en su contra. La manipulación ejercida a través de amenazas, generó en él presión y miedo, llevándolo al silencio.
Según un estudio de la Asociación Americana de Psicología, los hombres víctimas de abuso sexual son mucho menos propensos a denunciar, atrapados en un silencio impuesto por la vergüenza, el miedo a que se cuestione su masculinidad y esa presión social que, desde niños, les exige “ser fuertes”.
En América Latina, este drama es aún más profundo. Datos de ECPAT revelan que menos del 10% de los hombres que sufren abuso sexual en la infancia llegan a reportarlo. El resto calla. Calla por miedo, por culpa, por una cultura que minimiza su dolor o, peor, se burla de él.
La figura del “macho invulnerable” ha sido una trampa mortal. Mientras a las niñas se les enseña a protegerse, a los niños se les inculca que no pueden ser víctimas. ¿Cómo sanar una herida que ni siquiera se nombra?
La ausencia de denuncias no significa ausencia de dolor. Las estadísticas invisibles se traducen en hombres rotos, muchos de ellos adultos con trastornos de ansiedad, depresión o adicciones que nunca entendieron su raíz.
El abuso sexual infantil no distingue género. Pero el silencio, ese que pesa como plomo en el pecho, tiene
Denunció a su agresor y ya no se esconde
Tras la confesión de Carlos sobre el abuso que habría sufrido en manos de Juan Enrique T. intenté recabar más testimonios.
Volví a mi tierra, algunos accedieron a contarme cómo el docente, según relatan, los chantajeaba con calificaciones, los invitaba a beber en su casa y, una vez bajo los efectos del alcohol, se les acercaba como quien busca establecer un vínculo de confianza ‘amistad’, para luego realizar actos sexuales entre bromas y risas.
Pero al momento de grabar, todos guardaron silencio. Incluso una psicóloga que había accedido a hablar, retrocedió en el último instante.
Aunque estamos en pleno siglo XXI y se han impulsado miles de campañas sobre la prevención del abuso sexual, las cifras reales de niños y adolescentes víctimas siguen siendo incuantificables.
UNICEF señala que este sigue siendo un problema común en la infancia. Según datos de la OMS, 1 de cada 5 mujeres y 1 de cada 13 hombres adultos aseguran haber sufrido abuso sexual en su niñez.
UNICEF también advierte que, en la mayoría de los casos, los agresores no son extraños, sino personas del mismo entorno de la víctima. No recurren a la fuerza física: utilizan juegos, engaños, amenazas o manipulaciones para lograr el silencio.
Fue en ese momento que comprendí el monstruo al que me enfrentaba.
No me quedó otra opción que buscar respuestas en las autoridades, y el 13 de mayo del 2025, solicité información al Distrito de Educación Cumandá–Pallatanga, quienes en respuesta por llamada telefónica me derivaron a la Zonal de Educación.
Entonces, 21 de mayo, ingresé un oficio, solicitando una entrevista para conocer los protocolos en caso de presunto abuso sexual, hasta el cierre de este artículo, no recibí respuesta. Nadie quiso hablar. El silencio institucional se volvió cómplice, aunque sea por omisión.
En uno de mis tantos viajes, entre los susurros de la gente, pude encontrarlo, Luis H., padre del menor que denunció el caso original, accedió a conversar de forma extraoficial y sin la presencia de micrófonos por temor a que el caso retroceda en la Fiscalía.
Estaba nervioso. Su rostro endurecido por la impotencia, reflejaba su frustración por la lentitud del proceso y el temor de que el caso quede impune.
El hecho habría ocurrido en 2023, en una de las más prestigiosas unidades educativas del cantón, ya ha pasado más de un año y medio sin resolución. Su hijo, un adolescente tímido, con los ojos clavados en el suelo, intenta retomar su vida. Ha vuelto a entrenar fútbol. Sonríe poco.
Pero al menos ya no se esconde. Así, intenta seguir con su vida, claro, con el apoyo de su familia, amigos más cercanos y con la indiferencia de esos susurros a la distancia que no pueden quitarle el ojo, para ver, cómo es que termina este caso.
Padre denunció que profesor le había tocado las partes íntimas a su hijo

Cuando parecía que Juan Enrique T., iba seguir sumando más víctimas a su legado de abuso bajo la alfombra de la ‘Eterna Primavera’, apareció ella: Sintia Monge, psicóloga educativa., quien tramitó desde el colegio el caso de abuso denunciado por Luis contra de Juan Enrique T..
“Yo fui la que levantó el informe, la denuncia. Recuerdo que un día un papá vino llorando, temblando, me dijo que el profesor le había tocado las partes íntimas a su hijo. Yo le dije, pongamos la denuncia. Eso es lo que corresponde”, relató.
Y entonces surgen las preguntas inevitables: ¿Qué pasa cuando un niño es violentado en el lugar que debería ser su segundo hogar: la escuela? ¿Se cumplen realmente los protocolos? ¿Debe la víctima seguir viendo a su agresor?
Según la página del Ministerio de Educación, en estos casos se traza un protocolo tan riguroso como urgente.
Todo comienza con una ficha: el reporte del hecho de violencia. El profesional del Departamento de Consejería Estudiantil (DECE) recibe, escucha y acoge al estudiante, una tarea tan delicada como vital.
A la par, la autoridad educativa tiene un plazo máximo de 48 horas para denunciar el hecho ante la Fiscalía General del Estado. Nada puede quedar en la sombra. La familia, debe ser notificada y acompañar al menor para recibir atención integral en salud.
Mientras tanto, el DECE coordina una derivación interinstitucional y elabora un plan de acompañamiento. La Dirección Distrital debe garantizar la seguridad del estudiante y que se cumplan las medidas de protección.
Si hay un presunto agresor, el sistema se divide si pertenece al Sistema Nacional de Educación, interviene la Junta Distrital de Resolución de Conflictos; si no, la Junta Cantonal de Protección de Derechos toma el relevo.
Monge explicó que el profesor debe ser separado de inmediato de la víctima, y trasladado para realizar actividades administrativas en el distrito para no perder su empleo.
Ese “de inmediato”, en este caso, significó trasladarlo a otra escuela.
Sin que se esclareciera si el protocolo se cumplió a cabalidad, pues la institución se negó a dar detalles, el docente fue reasignado a una escuelita rural: Luz de América, en Pilchipamba.
Allí volvió a dar clases. Pero esta vez a niños aún más pequeños. “La verdad, eso me dolió”, confesó Monge, con la voz quebrada. “Son niños más vulnerables”.

El 13 de mayo del 2025, por las fiestas de cantonización de Pallatanga, se lo vio desfilar en un acto público junto a los niños de una escuela del sector rural. Y sin más, el docente señalado volvió a las aulas, como si nada hubiese pasado.
Con su maletín, su parlante y las hojas con canciones en inglés que lo caracterizan. Solo que ahora lo hace en un nuevo terreno.
En el mismo pequeño cantón, pero con un ambiente distinto. Como si comenzar de cero fuese posible. Como si con solo cambiarse de institución, el pasado desapareciera.
Pero no se ha ido lejos. Si camina apenas unos cuántos kilómetros, podría toparse con los mismos chicos de hace diez años. ¿De verdad basta con moverlo de lugar para borrar al agresor?
Con el sistema educativo de Ecuador, solo los niños tendrán la respuesta.

Mientras tanto, Luis, el menor, fue tildado por algunos docentes de su propio colegio como ‘niño vago’. ‘¿Cómo le van a creer a él?’, decían. Pero Monge, vio lo que pocos se atreven a mirar.
Él estaba deprimido, muy callado, pero cuando al fin habló, cambió. Empezó a participar en la banda, a bailar. “Como que se quitó un peso de encima”.
Después de un largo silencio, el niño encontró la forma de pedir ayuda. La detección del caso, además, no surgió por una denuncia directa de abuso sexual, sino por un reporte aparentemente menor: una madre de familia alertó que el docente consumía alcohol con los estudiantes.
Pese a los llamados de atención que se le habrían dado, su actitud no cambió hasta que el menor se atrevió a contar algo más profundo.
Los varones abusados, dice, sienten una profunda vergüenza, miedo al qué dirán. “Tal vez piensan que van a decir que son gays. Hay mucho estigma. Y muchos sabían, muchos sabían. Y nunca hablaron. Eso duele más”.
Mucho más, cuando la víctima es calificada, señalada y juzgada por quienes se supone debería velar por sus derechos.
Al docente aún no se le ha dictado sentencia. Más de un año y medio después, el proceso judicial sigue su curso. La psicóloga ya no trabaja en Pallatanga.
“Recibí miradas, críticas. Pero si me quedaba callada, no tenía perdón”, confiesa. La valentía no le fue fácil. “Sabía a lo que me metía, me dio miedo. Pero teníamos que frenar esto”.
Este no es un caso aislado. Y no debería ser solo un caso más.
La diferencia la hace una voz.
La de un niño que se atrevió a contarle a su padre.
La de un padre que no guardó silencio.
La de una psicóloga que no evadió su deber.
La de Carlos, que después de años, aún con heridas abiertas, decidió hablar.
Y la de una periodista, que se atrevió a buscar hasta debajo de las piedras encontrando a víctimas que en el último instante prefirieron callar.
No por falta de dolor, sino por temor a dañar su imagen… o la del lobo vestido de docente, ese que construyó carrera y prestigio en las principales instituciones del cantón.
Algunos tuvieron que irse para poder hallar vida de nuevo, para resucitar de aquel calvario que dejó marcadas sus almas.
Así lo contó Carlos, quien tuvo que migrar a otro país, pero que a pesar de las millas que nos separan, recuerda todo lo que vivió como si fuese ayer.
“Yo sufrí bastante de lo que ahora llaman el bullying, pero ahora quiero que hagan justicia. Que investiguen lo que tiene ese docente en su computadora”.
Carlos quiere que su dolor sirva. No busca venganza. Busca sanación. Porque hay verdades que duelen, pero salvan. Mientras tanto, los únicos testigos de lo que sucede dentro de las aulas será las paredes, los legos, la pizarra y los juegos que las instituciones donde sucedan estos actos atroces. Que solo tendrán un fin, cuando los adultos dejen de callar.