Pases
Diciembre llega a Riobamba como una campana antigua: no irrumpe, anuncia. El frío desciende desde los Andes con suavidad y la ciudad; siempre altiva y devota, se viste de memoria. En sus calles no solo camina la gente, camina la tradición; y entre todas, los Pases del Niño avanzan como un corazón colectivo que late al ritmo de la fe y la costumbre.
No es solo una procesión; es una herencia viva. El Niño pasea en brazos del pueblo, entre música, colores y promesas susurradas; los danzantes no bailan, agradecen; los trajes no adornan, narran. Cada paso es un acto de pertenencia, un hilo que une generaciones que tal vez no se conocen, pero que creen en lo mismo.
A veces pienso que los Pases del Niño son la forma más sincera que tiene Riobamba de hablar consigo misma. En medio del ruido del mundo, la ciudad recuerda quién es, se reconoce en la sonrisa sencilla, en el compartir sin prisa, en la cultura que no necesita explicaciones.
Y mientras la música avanza entre aplausos y promesas, algo se aquieta. La ciudad respira distinto, porque en diciembre, Riobamba no solo celebra una tradición; se abraza a sí misma y le dice al tiempo que aquí, la memoria todavía camina.

